Wednesday, February 28, 2007

Marzo

Mañana comienza un nuevo mes. Esta haciendo un calor que promete volverse infernal y distintos signos enturbian el horizonte.
Primero la crisis económica china. Más allá, la posibilidad de un ataque norteamericano a Irán. A nivel local una grisura insuperable en todo el ámbito de lo público.
Sobre la mesa de trabajo se acumulan las cuartillas. Debo de escribir un artículo sobre literatura de viaje y continuar con mi investigación sobre la crónica mexicana.
Ahhhh. Hablar de libros es como beber agua fresca. Quedan tantos pendientes. Aún no me doy el tiempo ni la maña para leer a Pamuk, el nobel turco.
Lo primero es no ceder a la idea de que todo esta cerrado. Hay mucho quehacer, muchas ideas estimulantes y muchos procesos que probablemente escaparan a mi vista en un primer vistazo.
A proposito de vistazo. Me viene a la mente una imagen del puerto de Veracruz. Sus playas lastimadas por contingentes másivos de turistas. Botellas vacías de plástico transparente. Basura, frituras perdiéndose sobre la arena. Y una extraña muestra de competencia en el hurgar: palomas y gaviotas. La plaga de las catedrales compitiendo con los asaltantes de cubierta. Al fondo el mar.

Saturday, February 24, 2007

Bañado en luz amarilla

Primero, el lodo. Este suelo no es más que lodo coagulado. Se pega al calzado y no se quita. Las casas se alcanzan a ver entre los árboles: mangos, zapotes, chacas. Una niña corre tras las gallinas. El sol comenzará a caer a plomo. Me dirijo a la primera casa: ladridos, aves revoloteando. Me topo con un mapache hiperactivo que gira alrededor de una estaca a la que esta amarrado. Recuerdo su historia: el perro de un vecino olfateó cerca de la ciénega una mapacha con sus crías. La muchachada los atrapó y después se peleó por ver quién se quedaba con qué. Los padres entraron al pleito y, unas mentadas de madres después, este mapache termino girando como animal de noria y comiendo en una lata. Miro hacia el cielo: su amplitud ha cobijado a distintos pueblos y emigrantes. Niños que pelean, hombres que se odian. Igual cantan y se recuestan en hamacas o tiran sus cordeles al río. Cosa de siempre. Cosas que no cambian. ¿O sí?
Me acerco aún más a la casa. Veo el cobertizo sobre el lavadero cercano al pozo. Aquí la improvisación construye el eclecticismo: en los muros tejamanil, lámina de cartón, cartón, ladrillo. Alrededor llantas apoyadas contra el gallinero, botellas de cloralex, una jaba de los abuelos.
Me saluda la madre de mi visitado. Su cuerpo es enjuto, propio para fiebres e inermidades. El pelo entrecano y despeinado, las manos huesudas y de un color parecido a la tierra que la sostiene, aunque mejor me recuerda la piel de una iguana, sí, estoy ante una enorme iguana negra, llorosa, dolida, asfixiada.
Me alejo un poco de ella, del mapache cautivo y de los vestidos floreados secándose en el tendedero. Estoy muy lejos, muy atrás, viendo una televisión blanco y negro mientras escucho a mi abuela recriminarla, referirse a otro pasado aún más lejano:
― Y las pobres criaturas no tenían que comer. Venían y cabeceaban. Les daba su tortilla con arroz y entonces abrían los ojillos, porque eran listos los mocosos. Pero no les daban de comer, nunca había nada en su casa. Quien sabe que pensaba esa mujer…
Recordaba pláticas, la memoria de don Fulano y don Zutano, los asoleaderos de café, la pobreza, el tiempo ido, los nortes, y al final, después de inundaciones, barcos olvidados, gritería de niños y sorbos de alcohol, al final me encontraba de nuevo a esa mujer flaca, color tilcampo, sufriendo como siempre.
―Le ponían unas patizas. En vano le decía al finado que no, que no era bueno, que Dios castiga. Sufrió mucho esa mujer…
A veces pienso que todos quisiéramos quedarnos ahí, escuchando bonitas historias mientras los abuelos miran televisión, percibiendo las cosas y asumiéndolas como algo por necesidad ajeno, algo que son ellos y jamás habrá de alcanzarnos. Supongo que existirá quien pretenda seguir así por siempre, sin darse cuenta de que el tufo de la pobreza cruza los muros y que a veces es nuestro colchón el que hiede.
― Que bueno que vino, su mamá esta adentro con él.
Apenas lo había visto un día antes. Igual lo recordaba, cómo no, montado en un caballito rojo cuando pasaba enfrente de la casa. Años más tarde, manejando un tractor, con esa sonrisa láctea y su bigote negro. Siempre había estado cerca, cómo su padre que llegaba a chismear por las tardes y sus hermanos que pasaban tomados por la carretera. Esa era la vida simple: levantarse temprano, trabajar duro, comer, regresar a la faena, y el fin de semana cobrar la raya, ponerse una camisa limpia y tomar con los amigos.
Otro día me encontraba a la orilla del río. No olviden el lodo, tenía las botas atascadas de lodo. Su padre había sido amigo de mi abuelo. Muchas veces habían platicado ahí mismo, uno tirándole a los patos, el otro cuidando al nieto. Esa tarde me lo encontré y me pregunto:
―¿Cuándo te casas?
La pregunta me sorprendió. En teoría mi cuota de adultez ya había sido saldada fumando en los baños de la secundaria.
―Estoy muy chico para eso. Apenas voy para dieciséis.
―Por acá a esa edad ya se casan. A los veinte ya estas viejo.
Creí que era broma. Pero la persona que iba a ver se había casado viejo. Tendría dieciocho. Su mujer trece o catorce. Murió tras dos abortos, dicen. No tardo en volverse a casar con alguien más o menos de la misma edad que al final lo abandono.
Subí las escaleras. Las paredes estaban manchadas de verde. Entre los escalones brotaban helechos y pequeñas briznas de hierba. Una niña corría entre los perros y el mapache. La hija, su hija.
Algo tienen esas casas, el rojo de los ladrillos, o quizá el encierro asfixiante de sus muros que excita la imaginación. En realidad, el color de la tierra es el color de la mujer. La mujer. A boca de jarro, apenas entrando me encontré a su hermana. Vestía una playera amarilla con blanco. De niños habíamos jugado juntos. Hace siglos, antes de todo ―antes de su marido, por ejemplo―. Y apenas un día antes lo había visto a él. Estaba sonriente, contento en cierta forma. Ese día bromeé un poco, lo hice sonreír y pude más o menos romper esa atmósfera densa, de normalidad sostenida con esfuerzo. Quise volver a hacerlo. No recuerdo que le dije a ella, sólo recuerdo sus ojos llenándose de lágrimas y los músculos tensándose para no ceder. Sin darme cuenta, había entrado a otra cosa y ahora debía callar.
El día anterior lo había visto, decía.
La niña, igual, corría de aquí para allá tras las gallinas. En la hamaca, antes de llegar a las otras casas, estaba uno de los hermanos mayores. Viejo, barba entrecana, la mirada apagada pero todavía capaz de revolverse con furia, parecía interrogar esa procesión y esa figura yacente ante él.
Todos salieron a recibirme. La madre, dando traspiés, extraviada desde mucho tiempo antes. La hermana, el cuñado.
― Primo, ¿Cómo estas?
Nunca había alegado lo del parentesco. Mi abuela decía que no y yo sabía que no, pero había más estimación en ellos que en mis verdaderos primos.
―Bien
― ¿Y él que tal?
― Lo sacamos a asolear.
Estaba tendido en un catre. Tenía puesta una sábana y una frazada, aunque yo sentía mucho calor. Lo vi demacrado. La cabeza, con los pómulos afilados, parecía una cápsula de adormidera a la que ya no soportaba el tallo. De allí en fuera seguía igual: muy flaco, pero todavía podría darme un doloroso apretón de manos. Quizá en ese momento le pagaba tributo a la imagen que siempre tuve de él: más vivo, más aventado, pegándole a todo con la resortera, pelando cocos a machetazos. Gente de campo: levanta un costal que tú no puedes, amarra una vaca que tú no puedes.
A su última mujer la había visto antes de que se fuera. Morena, muy delgada, vestida muy humilde. Había sufrido un desmayo y la habían llevado a la casa. Era una niña. Quién sabe que sería de ella en estos momentos.
Cuando él me vio, sonrió.
― ¿Qué onda, cómo has estado
― Bien… ¿y tú?
― Bien.
Mi hermano me dijo:
― Lo vieras visto en Xalapa, era más bigote que gente.
― Pero ahorita ya esta mejor ― terció su hermano― ya come, ya esta sano, no tiene ataques, gracias a Dios. Lo único malo es esto.
Entonces levanto la cobija de sus pies. Si su cuello me parecía demasiado endeble para su cabeza, sus pies se habían hinchado hasta parecer ajenos al cuerpo. El tono natural de su piel cedía en los extremos a un tono amarillo, algo que no quise saber si eran escaras u otra cosa.
― ¿Y tu mamá?
― Por ahí anda, luego viene a verte.
Me despedí dándole un apretón de manos.
Pero eso había sido ayer.
Ahora estaba frente a su hermana llorosa, en la cocina, mientras a través de una cortina me llegaba la luz vacilante de las veladoras y el rumor de los rezos.
De repente salió su hermano. Se dirigió a mi mamá. Ella pregunto:
― ¿Ya?
Él sólo sacudió la cabeza negativamente. Luego se derrumbo en llanto como un niño.
Dos días antes nos contaba en la casa:
“Lo había estado cuidando en Xalapa, en el hospital, luego de que mis primos que son cristianos le habían estado rezando en la cama del hospital. Y bueno, ellos ya se habían ido y yo me había quedado a cuidarlo y, pues usted sabe, que el sueño y que el cabeceo, pero también tenía así un sentimiento muy fuerte, pues por mi hermano, usted sabe. Y yo le preguntaba a Dios que si aguantaba, y la verdad lo veía muy malo, ya le habían dado los ataques y es una cosa que ay Dios. Y pues que me quedo dormido y así estoy dormido cuando me despierto, bueno me despierto en sueños, y oigo una cosa muy bonita y veo a un hombre barbado, pero barba blanca muy bonita y que lo miro y le pregunto que si mi hermano la iba a brincar, y el me mira que no sé, siento una paz, y me mira y me dice: Tu hermano va a salir, porque es muy fuerte, y a mi que me brinca el corazón de así como alegría y empiezo a dormir y al día siguiente a mi hermano le paran los ataques hasta que lo dejan salir del hospital. Y mire que ya me lo habían dado por muerto, ¿creerá usted que cuando empezó fuimos a ver al doctor éste el particular que si lo veía o nos daba algo para pararle los ataques o el dolor, nos dijo que no, que ya para qué? Pero mire, por Dios Santo que tuve ese sueño y de ahí comenzó a recuperarse”.
― ¡Ay! ¡Pero si ya estaba bien!
― ¡Cálmate, cálmate, mijito! Debes ser fuerte.
La hermana ya no aguanta y sale. Estoy entonces en una habitación apenas con adornos y una estufa, mi madre consolando a un hombre de casi cuarenta años, mientras detrás de la cortina continúan los rezos, el bailotear de las veladoras y el aroma del sudor, la humedad y la cera mezclándose. Siento como si estuviera en un remolino, como si todo girara, como si alguna fuerza me obligara a asomarme tras la cortina, a ver el vértice de todo ese movimiento, del llanto, la vida y la memoria que se siente amenazada. Todo esta girando ahora, todo se arrastra, son los terrenos de lo Ilimitado, donde la humilde estampa de la Virgen es de nuevo el único asidero posible.
Me asomo.
Es el mismo camastro en el que lo habían puesto a asolear. Al lado de la cama arden dos veladoras. No sé si son los vasos o los materiales pero todo el cuarto esta iluminado por una luz amarilla. Un poco más atrás doña Guille y otra persona rezan la letanía. Él esta cubierto casi hasta el pecho. Es la misma persona que llegaba a romper piñatas en mis cumpleaños. Tiene los ojos en blanco. Lo baña una luz amarilla, mortecina. La sábana blanca esta revuelta sobre su cuerpo. Empiezan a asaltarme otras imágenes: el Cristo muerto de Mantegna, Zapata muerto, rematado y exhibido en Cuautla, el Che expuesto en Bolivia.
Hay algo injusto e inocente en ese cuerpo moreno a punto de ser mondado por la muerte. No tuvo escuela, creció entre gritos, golpes y alcohol. Era el único sostén de su familia. Quiso formar la propia, una y otra vez. No tenía vicios. Los domingos buscaba chambas extras para ayudarse. ¿De dónde, por qué medios, en que momento, alguien que apenas subsiste, va a comprar un condón?
Aquí, tan cerca del ojo del huracán, en los momentos en que nadie se atrevería a desdeñar lo divino, puedo ver los brazos de la tempestad extenderse alrededor como en un campo africano. Esa mujer joven de quien no supe la suerte, lo abandono por el contagio. La niña que quizá este abrazando al mapache, seguramente esta enferma. Falta saber quién lo contagio. La familia esta exhausta y endeudada. ¿Quién realmente se abstiene? ¿Quién realmente puede conseguir o adquirir un preservativo? ¿Qué tan seguido? Hay trescientos enfermos terminales sólo en el hospital de Xalapa. Pensemos en la Mixteca, en Tepito, en Tijuana. Y aparte los irresponsables de siempre.
Ese día mientras regreso a Puebla, recuerdo al Roke: “Ya es parte de la cultura general hacerse exámenes por lo menos cada seis meses”.
Por la ventana observo los campos, los ríos, el cielo extendiéndose hasta lo lejos. ¿Así ha sido siempre? ¿Leprosarios, Muerte Negra, olvido de los inocentes, atención para el que pueda pagarla? No quiero hablar. Una luz mortecina enturbia mis pensamientos. La misma que asocio al Cristo de Mantegna, el rostro de Zapata y al cuerpo del Che en Bolivia.

Antecedentes

En 2004 escribí "Bañado en Luz Amarilla". Apareció en una publicación estudiantil en Puebla. Me parece que todavía vale la pena leerse. Sólo debe tenerse en cuenta que es el testimonio de un evento traumático para quienes lo vivieron. No manejo cifras oficiales, sólo es lo que la gente pensaba respecto a lo que vivía.
A ver que les parece.