Hace unos días apoye a una gran amiga, Rosa Águila Méndez, para que realizara una lectura de literatura infantil. Para mi fue algo bastante exigente, pocas cosas me generan tanto respeto, tanto desconcierto - ¿tensión acaso?- como los niños. De hecho, creo firmemente en lo que decía Baudelaire “Tenemos de genios lo que tenemos de niños” en el sentido de que lo que nos queda de imaginación, inventiva, capacidad de disfrute y alegría es una pálida sombra de las capacidades de la infancia. Por lo mismo, me resulta un público exigente. Para ella, en cambio, no hubo problema: los entiende, de repente se esta divirtiendo con ellos y ya no los deja, va dirigiendo el relato como se dirigiría una orquesta o más bien un hechizo y pronto, todos somos arrastrados a disfrutar la narración.
¿Qué me quedo de la experiencia? La lectura estaba llena de niños inteligentísimos, vivaces, curiosos. Sus padres se habían tomado la molestia de retar el mal horario y la impaciencia de sus hijos, con tal de que disfrutaran la tarde en algo cultural. Muy pronto, la vieja idea del receptor pasivo y el narrador activo se había superado. Uno o varios de los niños tomaban la batuta y en medio de la convivencia el adulto volvía a jugar con las palabras o la imaginación. Muchas de nuestras certezas de “mayores” se revelaban como prejuicios y pretensiones. El contraste entre la espontaneidad y el arrobo de un escucha infantil, comparado con el escepticismo o ausencia de los escuchas de un evento formal como las presentaciones de libros, resultaba demoledor.
Y entonces de nuevo la duda que tantas veces me asalta cuando doy clases: ¿y los demás padres? Porque durante mi experiencia docente, ya en preparatorias o universidades, lo común era encontrar el producto final de un completo abandono paterno: ni libros leídos antes de dormir, ni conversaciones, ni cine, ni nada. Es brutal la diferencia entre unos y otros pequeños. Tan brutal, que se llega a un momento en que quienes están cursando educación superior resultan bastante similares, producto de entornos lectores y melómanos como los que ellos mismos pretenden reproducir.
Salí contento de la lectura (mi papel se redujo a encender una grabadora, cabe recordar. Sólo eso me puso nervioso). De institucionalizarse la difusión cultural y vincularse a los padres en ese proceso, se lograría tanto…
Por lo menos esa tarde, muchos se divirtieron.
¿Qué me quedo de la experiencia? La lectura estaba llena de niños inteligentísimos, vivaces, curiosos. Sus padres se habían tomado la molestia de retar el mal horario y la impaciencia de sus hijos, con tal de que disfrutaran la tarde en algo cultural. Muy pronto, la vieja idea del receptor pasivo y el narrador activo se había superado. Uno o varios de los niños tomaban la batuta y en medio de la convivencia el adulto volvía a jugar con las palabras o la imaginación. Muchas de nuestras certezas de “mayores” se revelaban como prejuicios y pretensiones. El contraste entre la espontaneidad y el arrobo de un escucha infantil, comparado con el escepticismo o ausencia de los escuchas de un evento formal como las presentaciones de libros, resultaba demoledor.
Y entonces de nuevo la duda que tantas veces me asalta cuando doy clases: ¿y los demás padres? Porque durante mi experiencia docente, ya en preparatorias o universidades, lo común era encontrar el producto final de un completo abandono paterno: ni libros leídos antes de dormir, ni conversaciones, ni cine, ni nada. Es brutal la diferencia entre unos y otros pequeños. Tan brutal, que se llega a un momento en que quienes están cursando educación superior resultan bastante similares, producto de entornos lectores y melómanos como los que ellos mismos pretenden reproducir.
Salí contento de la lectura (mi papel se redujo a encender una grabadora, cabe recordar. Sólo eso me puso nervioso). De institucionalizarse la difusión cultural y vincularse a los padres en ese proceso, se lograría tanto…
Por lo menos esa tarde, muchos se divirtieron.