Anoche tuve un anticipo de las reflexiones de fin de año. De momento me detengo en una mesa larga donde los participantes de un círculo de lectura muy particular se retiran después de un convivio. Sólo quedan viejos amigos: poetas y narradores. La charla gira sobre las letras locales y nacionales, sobre el tremendo contraste entre el juego de los egos y las obras obtenidas.
Lo central, llegamos al acuerdo, es qué se busca al escribir. Si no es escribir algo válido – aquí podría poner algo “bueno” “decoroso” “grande”, no importa tanto el adjetivo, todos saben distinguir entre el texto que lo es y el que no- ni se alcanza ese segundo objetivo ni se escribe.
Hay otra dimensión. La verdaderamente importante para todos. La vida cotidiana. Esa rutina cuyos quiebres nos deja cicatrices y dones. Los amores, los viajes, los tedios y el sufrir. Ahí más o menos íbamos todos, como más o menos va cualquiera. Esa que resulta más reconocible a través de un vaso lleno de un bebedizo solo apto para estudiantes de humanidades , artes gráficas y desempleados. Aquí estamos. Sin pareja la mayoría, felices pero con toda la marcha del calendario vibrando por detrás de las luces y el manipuleo sónico del d.j. Ya es suficiente hazaña. La gente que ahí bailaba era la interesante, la que nos construía con sus miradas y sus vivencias. De alguna manera, esa atmósfera de bruma distorsionaba una ósmosis que se da en todo momento, pero sólo se manifiesta en esos momentos de alegría y festejo. Esa telaraña que nos une imperceptiblemente y de la cual la telaraña de la palabra escrita es sólo una manifestación más. Hombres y mujeres en comunión. Todos ellos donde sea que estén.
Faltan los buenos textos. Demasiada gente intentándolo, pero aún no los frutos, quizá ni siquiera la entrega necesaria en las cantidades requeridas. Una lucha en la que bien podemos darnos por muertos los que nos movemos en los linderos de la literatura, pero no menos necesaria, peligrosa y prometedora.
Lo central, llegamos al acuerdo, es qué se busca al escribir. Si no es escribir algo válido – aquí podría poner algo “bueno” “decoroso” “grande”, no importa tanto el adjetivo, todos saben distinguir entre el texto que lo es y el que no- ni se alcanza ese segundo objetivo ni se escribe.
Hay otra dimensión. La verdaderamente importante para todos. La vida cotidiana. Esa rutina cuyos quiebres nos deja cicatrices y dones. Los amores, los viajes, los tedios y el sufrir. Ahí más o menos íbamos todos, como más o menos va cualquiera. Esa que resulta más reconocible a través de un vaso lleno de un bebedizo solo apto para estudiantes de humanidades , artes gráficas y desempleados. Aquí estamos. Sin pareja la mayoría, felices pero con toda la marcha del calendario vibrando por detrás de las luces y el manipuleo sónico del d.j. Ya es suficiente hazaña. La gente que ahí bailaba era la interesante, la que nos construía con sus miradas y sus vivencias. De alguna manera, esa atmósfera de bruma distorsionaba una ósmosis que se da en todo momento, pero sólo se manifiesta en esos momentos de alegría y festejo. Esa telaraña que nos une imperceptiblemente y de la cual la telaraña de la palabra escrita es sólo una manifestación más. Hombres y mujeres en comunión. Todos ellos donde sea que estén.
Faltan los buenos textos. Demasiada gente intentándolo, pero aún no los frutos, quizá ni siquiera la entrega necesaria en las cantidades requeridas. Una lucha en la que bien podemos darnos por muertos los que nos movemos en los linderos de la literatura, pero no menos necesaria, peligrosa y prometedora.