Apenas hace unas semanas fui al rancho. Tuve la osadía de caminar por la orilla del río a mediodía. Quedé empapado en sudor, quemado del rostro y sorprendido de que sólo fueron veinte minutos de caminata. El recorrido no es díficil ni cansado: empieza en la calle Rivera del Río, continúa por una serie de casas a la orilla del mismo y sigue bordeando platanales y campos abandonados hasta que llego a la vereda del rancho y doblo hacía la casa.
Recorrerlo es hacer memoria de una serie de historias contadas desde lejos e incluso de algunas vividas. Fue en ese recorrido - no sé donde- donde algún tío abuelo encontró a un grupo de revolucionarios colgando a su mejor amigo y él tuvo que abrazarlo para ayudarlo a bienmorir, so pena de ser el siguiente. Y aún así, más tarde, murió de la impresión.
Mi abuela me platicaba de la vez que viendo la creciente, esa mezcla de agua revuelta, troncos y basura, alcanzaron a ver pasar una casa con la gente en el techo. Y así. Historias y más historias, una memoria que se combina con los infaltables libros y resulta en un acervo extraño, hecho no sólo de esos recuerdos, sino de sabores y sensaciones compartidas. Ese tejido de recuerdos, vale la insolada, aunque lo mejor, es el mismo recorrido al atardecer. Entonces las garzas y las aves acuáticas resultan mucho más fáciles de observar.