La arena. El fluir incesante de la arena. El sentir su lento enroscarse en círculos alrededor de la misión. El ver el profundo rosa de la aurora y el arder incendiario de los amaneceres. La arena. La arena que se enrosca. La lentitud del día que se encoge en la sombra. El día humano. El ser humano que se va empequeñeciendo, reduciéndose al cuaderno de notas y la cámara. Son los días más lentos que te ha tocado vivir. Afuera, del rosa violáceo al azul intenso y nuevamente la transparencia de la noche. Es el tiempo natural. Tiempo prehistórico. Un tiempo más allá del hombre. Cinturones de estrellas mostrándose y girando todas las noches mientras te calientas al fuego. Todo gira, todo se enrosca, piensas, sin recordar si lo pensaste ayer o antier o el día que decidiste alojarte en la vieja misión para poner tus ideas en orden, viejo payaso, recordando a Bowles y a Eusebio Kino, nombres que ya no tienen sentido, nombres de una existencia pasada, de una existencia abandonada tiempo atrás, más allá de los montes de arena, más allá del mar que sabes próximo y que en medio de las ondas de calor y el eco de la arena que fluye es adivinado.
Hay agua en el pozo. Siempre ves con placer el cubo que asciende desde las profundidades de la tierra. Sientes el agua, arrancada de su reposo de sombras por tu mano. Aquí no hay gente. Te sabes loco y por eso no en balde avisaste a los amigos en el rancho. Vendrán – dicen- a recogerte. Y a lo mucho garrapateas tus notas pero sabes que no sacaras nada en claro, te imaginas como esos hombres medievales que aparecen bajo la cinta del zodiaco, no en lo que tienen de sabios, sino en la inmovilidad de su gesto. Recuerdas esa otra imagen del hombre al borde del mundo conocido, cayendo a las profundidades. Tú sabes que esa es precisamente tu condición: estas cayendo en ese vacío extraño de tu consciencia, de tu alma que siempre pensaste como una imagen de ti mismo en transparencia y ahora sabes que es otra cosa: un cuenco de madera, un cubo en el que cae agua, granos de arena frotándose, un murmullo lejano que se adivina desde la cama en algún punto indescriptible, cualquier cosa, pero cualquier cosa evanescente, o, más precisamente, la huella de un lagarto en la arena.
Los primeros días el calor, la soledad, los bichos te parecían retos propiciadores o amenazas, ahora eres un palpitar constante, un eco de ti mismo que se repite incesantemente. Ya no lees como dijiste que harías y no te preocupa aquello que alguna vez conociste como noticias.
En cambio, llegan recuerdos repentinos. A veces a media noche, cuando vez ese oscuro espejo donde brillan miríadas de estrellas. O en la cama, en ese revolverse inquieto de un lecho apenas decoroso. Por alguna razón no quieres deshacerte del crucifijo y la cadena, pero tu fe ya es otra, si todavía puede decirse que tienes fe. La fe es un sabor a fierro. La imagen de ese cuerpo que ahora sabes fue uno con la arena, la caliza y la langosta. Piensas esto pero no lo piensas como antes. Los pensamientos llegan como filtraciones. Como imágenes desvaídas.
La niña por ejemplo. Primero una niña lluvia que aparece como eco de un comercial de Coca Cola que irrumpe en la soledad de la noche o en esa extraña calma de la media tarde cuando el sol se acerca a una muerte desde la seriedad de la plenitud. Luego te pierdes en el azul débil de las líneas del cuaderno, en el brillo amable de la pluma que te lleva de nuevo a la época de las plumas fuentes y la tinta derramándose.
Vuelves a la niña. Si es rubia, la imaginas como una que aparecía en los cárteles y las fotos de las revistas norteamericanas de tus abuelos. Una niña de un anuncio de pan que nunca conociste. Luego, sí, ahora lo recuerdas, te diste cuenta que te recordaba a aquella mujer que tanto quisiste. Si es morena, normalmente sonríe y te saluda de lejos. Tú abres los ojos y ves el techo alto de la habitación. La piedra. La madera. Las arañas, el calor que baja hasta ti, la sequedad del ambiente. Te das cuenta que las añoras, que añoras esa vida, que de la imagen de esa niña – a veces rubia, a veces morena- pasas a recordar a distintas mujeres. La morena, ahora recuerdas, fue tu primera compañera de juegos, antes de que siquiera tuvieses hermanos. No recuerdas su nombre. No recuerdas nada. Sólo que era morena y su cabello caía como cascada. Eras un niño tonto, tímido, sobreprotegido. No sabes si aún lo eres, ahí, escondido entre las arenas, escuchando el eco del tiempo desmoronándose, recordando las historias árabes de ruinas en los páramos, de imperios caídos y de genios en redomas. Pero claro, tú sabes que eso también lo pensaste ayer y lo pensarás mañana, hasta que tengan la inoportuna idea de regresar por ti y llevarte de nuevo, de ser posible, a ese tiempo de los hombres que ahora te resulta más improbable que los bordes vaporosos del horizonte sobre las dunas, incontables allá en el horizonte, más allá de ese pequeño baluarte fuera del tiempo en que ahora estás.