Friday, July 15, 2011

Libros

Antes de dormir recordaré los libros que hicieron mi infancia. Primero Las Mil y Una Noches, pero la edición de Aguilar, la de Cansinoss Assens. Comencé a leer sus volúmenes a los diez años, mi mamá lo compró en abonos para mi cumpleaños. Aquí esta uno sobre mi mesa. El Pequeño Larousse, en cambio, me fascino desde antes de leer, igual que un Atlas de la vida salvaje todo escarapelado que guarda los rayones de un momento en que imaginaba dragones en esas láminas (obvio, tenía que ser un libro valioso para que mis padres no lo desecharan tras el suplicio que le aplicó el primogénito).
Mi abuela tuvo otra genial idea. Me pasaba una colección de tiras cómicas de la década de los cuarentas perfectamente atadas con hilo y guardadas desde que llegaron a la casa del rancho, un poco antes de la carretera. Tarzán, básicamente, aunque los Pepines tenían su encanto.
¿Algún otro? Leía de todo. Robinson Crusoe, Ivanhoe, 2O Mil Leguas de Viaje Submarino. Selecciones del Reader Digest lo conocí desde una edición de 1940 y tantos que decía que la esvástica no vencería la cruz y mostraba un pulpito japones con banderitas del sol naciente en Asia, hasta la edición inmediata tras la lectura de mi abuela.
Mi padre no leía para sí, pero le gustaba que mi mamá le leyera el Tesoro del Declamador. Por eso, luego nos leyó todo lo que pudo durante años.
La mayoría de mis libros siguen conmigo. A veces regalo algunos que me parecen resultarán especiales para quién se los obsequio. Pero es raro. Más bien, quiero seguir viviendo la emoción de ir vaciando una caja de libros de veinte, treinta o cincuenta años atrás.
Hay otros libros, los de juventud y adolescencia. Esos contaré luego cuales fueron los significativos, pero por ahora ya son suficientes peces de plata lanzados al aire.
Pero Alá es el más sabio.