Octavio Paz. Si, efectivamente, debería enfocarme a un aspecto central de su obra o la discusión de su legado. Pero para eso habrá muchas oportunidades el presente año. Yo prefiero recordar los momentos en que he querido la obra de esa visión lumínica que aparecía de cuando en cuando en el televisor y a la cual le dedicaban un espacio y un trato poco frecuente entre las figuras de la cultura. Con todo, no era tan extraño en ese entonces, a diferencia de ahora que los escritores están atrincherados en canales exclusivamente culturales o educativos o, a lo más, en pequeñas cápsulas de unos minutos. Además, yo en ese entonces sólo aspiraba a ver la barra de caricaturas y su presencia me parecía completamente ajena a lo que un canal de televisión debía ser. Sin embargo, lo ubicaba y, a fuerza, pero lo escuchaba.
La figura mediática no me fue simpática, incluso le dio pábulo a las visiones negativas que tan pronto ganó el nobel comenzaron a llegarme a través de mis profesores. No me pasó inadvertida la carga de envidia que incluía el reconocimiento. Pero eran días de otras preocupaciones y lo deje de lado.
Algo hay de cierta sacralización de Rulfo o del mismo Paz en los espacios educativos. La pretensión de cultura los vuelve referentes obligatorios: se citan ciertas frases, ciertos fragmentos de sus obras y ya está, ya sabes. Se vuelven un gesto de cortesía. Apenas peor que volver a un buen escritor parte de un programa de estudios de preparatoria. Entonces, más que gesto de cortesía se vuelve una vacuna contra la obra, contra el placer de la lectura. Y ahí es donde Paz logró superar a su éxito. Por lo menos mi generación, prematuramente politizada por el conflicto en Chiapas, tuvo la oportunidad de leerlo en otro registro, de ver como la palabra brincaba sobre los prejuicios y te atrapaba, no en El laberinto de la soledad, sino sobre todo en La llama doble. Quizá por esos años sólo Sabines tenía ese mismo talento de escribir obras que permitían perdonar la militancia real o supuesta del autor a favor de aquello que nos repelía. Y sí, la televisión servía. No es lo mismo escuchar a Paz a los nueve que a los dieciocho.
Luego vendría otro problema. Lo dijo muy bien mi profesora Lourdes Penella: "Nosotros no sabemos que piensan los argentinos de Bioy, nosotros convivimos con la figura pública[...]". Pero ni modo, Octavio Paz enseñaba más que la televisión en materia de arte mexicano y debate contemporáneo. Hasta parecía fácil escribir de esos temas. Claro que no lo es. La falsa facilidad de la transparencia.
Una vez muerto Paz, las anécdotas sobre su cercanía con el régimen, sus leones devoradores de corderos y el empuje de una nueva generación que sólo lo conocía como santón cultural de sus mayores (por no hablar de los encomios que sustituían la difusión del autor) le cobró un peaje más duro que el de Caronte. Pero la obra sigue ahí, pese a homenajes y textos como éste, atesorados por lectores que saben que el hombre ya se fue, pero queda la escritura y ésta no se cierra.