Sunday, April 29, 2007

Mi gran taller

Fines de 1995. El país apenas se recupera del error de diciembre. Las instituciones culturales están, una vez más, bajo la lona. Apenas unos meses antes, quizá un año, la Sociedad General de Escritores de México había ofertado su diplomado en la ciudad de Puebla. El costo del mismo resultaba prohibitivo para mi. Sin embargo, a alguien se le ocurrió ofertar el diplomado como materias sueltas. Llegué uno de esos días –apenas llevaba un año en la facultad de Derecho- al patio del Instituto Cultural Poblano. Más allá de la puerta, un joven callado, de cabello relativamente largo. Fumaba. No sé como no me cuestioné respecto a su papel en ese lugar. Me dio la información y yo me fui. En ese entonces rellenaba libretas de palabras cada tarde.
Cuando comenzó el diplomado supe quién era la persona que me había recibido: Gabriel Wolfson. En ese momento yo era uno de los jóvenes del taller – estaba Frida, aún más joven y muy hermosa, pero en materia de hombres, sólo me superaba Gabriel Wolfson-.
El primer curso fue una masacre y una iniciación. Bajo una hoja pegada al muro que indicaba “Eso de literatura comprometida, me suena a equitación protestante. Borges” comenzamos un extraño ritual de aproximación a los grandes (Poe, Chejov, Maupasssant) que se complementaba con la lectura de los más actuales ( Piglia, Villoro, Carver). Y luego, a arrancar los ripios de los cuentos propios y ajenos.
No recuerdo a todos los que estaban en esas primeras sesiones, pero todos tuvimos que acostumbrarnos a un nivel de exigencia que nunca nos permitió cuestionarnos sobre la edad de Gabriel. Su crítica era certera, sin concesiones, exigente. Complementaba el tino (¿filo?) crítico con su sólida formación de lector.
Comenzaron las deserciones y los descubrimientos. Ana Villa, por meses batallando con la palabra, de repente enhebró un cuento sorprendente que brotaba de una regadera. A partir de ahí, siguió sorprendiéndonos cuento a cuento y novela a novela. (A un lado de nosotros, tablaroca aparte, estaba el taller de Beatriz Meyer. El horario era otro y se podía coincidir en ambos. Oscar López, por su parte, daba un propedéutico que nos permitía hablar un lenguaje común). Filadelfo Gayosso armaba historias rurales que le servirían de round de sombra para su crónica de Tlacuilo. Sin embargo, nunca faltan los malos alumnos. Hugo Cabrera se lanzó a organizar su suplemento y el Concurso de Cuento de Rock de Síntesis. Y claro, estabamos los peores: Gabriel Castillo, Leopoldo Hernández y un servidor, sin libros publicados en forma y despedazando cualquier texto que se nos ponga enfrente (ripios, lugares comunes, es declarativo, ya se ha leído), terminamos estudiando posgrados en Literatura.
Ese fue mi gran taller.

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