Desembocamos en una carretera muy estrecha. Las ramas de los mangos cubren una buena parte de la orilla. Las frutas penden sobre nosotros, su aroma invade la noche. Un pequeño tlacuache olisquea la fruta caída. Hay una cierta placidez en las cercas pintadas de blanco y la sucesión de árboles adivinados.
De repente, una vaca. Una cebú joven de lustroso color chocolate en medio del carril rumiando sin preocupaciones.
-¡Una vaca!
- De veras.
Mi padre la esquiva sin problemas, algo sorprendido porque el color oscuro la escondía de lejos.
-¿Dónde es aquí?
- Puerto Arista.
-No tengo nada que hacer en Puerto Arista.
Un enorme faro a nuestra derecha y una sucesión de palapas y restaurantes vacíos frente a nosotros nos informan que hemos errado el camino.
Miramos de nuevo. Detrás del portal de material se extiende una playa apenas ocupada. Se ve el mar lamiendo la arena en medio de una noche añil, mientras el faro se baña de luz de luna. No, no es un error pero hay que regresar.
Al retorno, la vaca ya esta echada, rumiando y rumiando en medio de la carretera.