En algún momento entre 1994 y 1995 llegó a mis manos un número de La Jornada Semanal con un artículo de Ramón Kuri Camacho. Aún era la edición bajo el cuidado de Roger Bartra, por lo que debo eliminar 1995 de las posibilidades. Había estado leyendo esa revista como una especie de rito de paso entre la preparatoria y la universidad y como una manera de ubicarme en el mundo, obviamente, sin ser consciente de ello. El artículo de Kuri Camacho se me escapa irremisiblemente de la memoria. Sólo recuerdo que me gustó y que me enfrentó a los entonces – y todavía ampliamente- desconocidos para mí, Teilhard de Chardin y Orígenes.
Posteriormente, ya en la maestría en literatura mexicana volví a aproximarme a artículos suyos. No eran textos de mi especialidad. Más bien eran incursiones en territorio vecino, lecturas más curiosas que sistemáticas pero que también tuvieron una secuela importante en mi formación. El maestro trabajaba en Puebla, incluso llegué a ver cartulinas invitando a alguna charla en el Colegio de Filosofía y mister negligencia académica siempre se enteraba demasiado tarde o lo dejaba a la próxima que, de repente, no volvía a suceder.
Por esto, convertido ya en una especie de deja vu académico, de guiño familiar de la filosofía (Ahora recuerdo a otro filosofo con el que llegué a no convivir, pero me lo encontraba seguido y si se tradujo en una lectura más frecuente: Luis Villoro. De él sí asistí a la conferencia) no pude dejar pasar un aviso que encontré vía internet: la presentación de un libro suyo en Zacatecas. Después de tantos años, coincidíamos inesperadamente en la misma ciudad ( Claro, ¿para que buscarlo en Puebla? Lo mejor era esperar que el destino lo pusiera a mi alcance en una ciudad apenas conocida. Tenía que ser así).
¿Qué sucedió ese día? Por pura suerte, el evento se había planteado como el equivalente de una cena íntima entre sus exalumnos más cercanos y el maestro, convocados por la presentación de un libro que, precisamente, había sido concebido y desarrollado en diferentes grados tanto en Zacatecas como Puebla. El ambiente era entonces de rememoración y festejo, salpicado de anécdotas y reflexiones. Precisamente la primera persona que se dirigió a mí – no lo conocía físicamente- fue el doctor Kuri. Todavía disfruto esa extraña sensación de no sentirme fuera de lugar entre especialistas, de refrendar el hecho de que la filosofía no es una parcela para expertos y que, de una u otra forma, me ha deparado placeres y sorpresas a mi que no dejo de ser más que un remoto vecino de facultad.
Del libro hablaré en una próxima entrada, sólo aprovecharé para patentizar mi rechazo a la expulsión de la filosofía de los programas de educación media y, sobre todo, de la vida y el pensamiento mexicano a principios de este caótico siglo, tan necesitado de criterios.
Y bueno, afortunadamente, ya conocí al Dr. Kuri.
Posteriormente, ya en la maestría en literatura mexicana volví a aproximarme a artículos suyos. No eran textos de mi especialidad. Más bien eran incursiones en territorio vecino, lecturas más curiosas que sistemáticas pero que también tuvieron una secuela importante en mi formación. El maestro trabajaba en Puebla, incluso llegué a ver cartulinas invitando a alguna charla en el Colegio de Filosofía y mister negligencia académica siempre se enteraba demasiado tarde o lo dejaba a la próxima que, de repente, no volvía a suceder.
Por esto, convertido ya en una especie de deja vu académico, de guiño familiar de la filosofía (Ahora recuerdo a otro filosofo con el que llegué a no convivir, pero me lo encontraba seguido y si se tradujo en una lectura más frecuente: Luis Villoro. De él sí asistí a la conferencia) no pude dejar pasar un aviso que encontré vía internet: la presentación de un libro suyo en Zacatecas. Después de tantos años, coincidíamos inesperadamente en la misma ciudad ( Claro, ¿para que buscarlo en Puebla? Lo mejor era esperar que el destino lo pusiera a mi alcance en una ciudad apenas conocida. Tenía que ser así).
¿Qué sucedió ese día? Por pura suerte, el evento se había planteado como el equivalente de una cena íntima entre sus exalumnos más cercanos y el maestro, convocados por la presentación de un libro que, precisamente, había sido concebido y desarrollado en diferentes grados tanto en Zacatecas como Puebla. El ambiente era entonces de rememoración y festejo, salpicado de anécdotas y reflexiones. Precisamente la primera persona que se dirigió a mí – no lo conocía físicamente- fue el doctor Kuri. Todavía disfruto esa extraña sensación de no sentirme fuera de lugar entre especialistas, de refrendar el hecho de que la filosofía no es una parcela para expertos y que, de una u otra forma, me ha deparado placeres y sorpresas a mi que no dejo de ser más que un remoto vecino de facultad.
Del libro hablaré en una próxima entrada, sólo aprovecharé para patentizar mi rechazo a la expulsión de la filosofía de los programas de educación media y, sobre todo, de la vida y el pensamiento mexicano a principios de este caótico siglo, tan necesitado de criterios.
Y bueno, afortunadamente, ya conocí al Dr. Kuri.