Wednesday, May 30, 2012

Una noche de mayo



Mientras escribo, llegan las noticias respecto las deliberaciones del movimiento #Yo Soy 132. De inicio, se puede catalogar como el primer movimiento  estudiantil universitario en más de una década. Igualmente, a diferencia del C.G.H. de 1999, surge con una agenda que no se circunscribe en su accionar táctico al campus universitario. Además, las redes sociales son la gran novedad en este movimiento al brindarles una capacidad de reacción con la que sólo se soñaba previamente.


Una constante de las aproximaciones es la comparación con el movimiento del 68. No exclusivamente con el movimiento estudiantil mexicano de 1968 que es reprimido en Tlatelolco. Más bien, con esa suerte de revolución silenciosa que implicó la irrupción de los estudiantes y, en general, la juventud en distintas latitudes del planeta. El necesario recuento – mismo que hizo Carlos Fuentes a su modo- implicaría recordar México, París, Praga, sin olvidar que sus antecedentes y derivaciones en realidad colmaron el imaginario de lo que se consideraría el ser joven las décadas subsecuentes.

Es este el punto que quiero abordar. A pesar de lo circunscrito de su protesta y lo tremendamente específico de la coyuntura en la que se presenta, la politización y la transformación de pautas sociales de comportamiento apenas ha comenzado. Si algo tiene en común esta protesta con las de La Puerta del Sol en Madrid y La Primavera Árabe, es el carácter completamente abierto de sus alcances. A su vez, las confluencias que convoque son inusitadas: frente a los más jóvenes – al igual que en 1968- se encuentran diversas generaciones con las más diversas posiciones y disposiciones frente al fenómeno del poder y sus distintas caras. A diferencia de 1968, el país hoy tiene una cierta pluralidad, una cierta vida democrática que parece ser susceptible de enriquecerse con este proceso que le cambia el rostro. Pero los retos, igualmente están ahí. Ya no devienen del Ogro Filantrópico incapaz de reconstituirse. Vienen de la misma pluralidad, del necesario aprendizaje del diálogo y la tolerancia en la acción y, por otro lado, de la tentación siempre presente del autoritarismo y la violencia. En este caso, de no ampliarse la capacidad del mismo estado y sociedad mexicana ( y en cierto sentido, global) de hacerse eco de las ansias de participación y transformación que se nos vienen encima, la violencia difusa que hoy vemos y que castiga tanto a activistas como a gente común, podría erigirse en el oscuro expediente que necesitan las castas en el poder para perpetuar el estado de cosas.

Con todo, quiero terminar con una nota de esperanza. Casi todos ubican El Gatopardo, la obra maestra de Tommasi de Lampedusa, como una novela donde el cambio de las apariencias congela el verdadero cambio social. “Que todo cambie, para que todo siga igual” es la divisa que se repite de manera inconexa en distintas fuentes. Esas palabras del protagonista se ven contradichas por la acción de la novela. Al final, en una Italia ya despojada del peso muerto de la aristocracia, el Gatopardo entrevisto en el cuerpo embalsamado de un perro se disuelve en el aire como un recuerdo inerte de una época que, pese a todas las resistencias, queda atrás.